El Sastre de Gloucester, Beatrix Potter

El Sastre de Gloucester (1903) era el favorito de Beatrix Potter, entre todos sus libros.

Ella escuchó por primera vez la verdadera historia en la que se basa cuando visitó a su prima, Carolin Hutton, quien vivía cerca de Gloucester:

Un sastre, al dejar un chaleco sin terminar para el alcalde de Gloucester en su tienda un sábado por la mañana, se sorprendió al encontrarlo listo el lunes, excepto por un ojal, para el cual “no había más hilo”.

En realidad, sus dos asistentes habían completado en secreto el trabajo, pero Beatrix Potter en su relato hace que el trabajo sea terminado por pequeños ratones marrones. Agrega una nota adicional de encanto al establecer la historia en la víspera de Navidad, cuando los animales pueden hablar y tejer muchas de sus rimas tradicionales favoritas.

El libro fue dedicado a otro de los niños Moore, hijos de su antigua intitutriz, pero esta vez a Freda: “Porque te gustan los cuentos de hadas y has estado enferma”.

El Sastre de Gloucester

Beatrix Potter

“Voy a estar acusado por un espejo;
y por entretener a una veintena de sastres”
.
Ricardo III

En los tiempos de las espadas, de las pelucas, de las chaquetas con faldones y solapas floreadas. Cuando los caballeros llevaban volantes y chalecos dorados con encaje de seda de Padua y tafetán, había un sastre que vivía en Gloucester.

Se sentaba sobre la mesa con las piernas cruzadas al lado de la ventana de su pequeño taller en Westgate Street, desde la mañana hasta la noche.

Durante todo el día, mientras duraba la luz, cortaba y cosía el raso, el brocado y la lustrina; telas con nombres extraños y muy caras para su época.

Y pese a coser sedas finas para sus vecinos, él era muy, pero muy pobre: Un viejecito con gafas, rostro cansado, dedos viejos deformes y traje raído.

Cortaba los géneros sin desperdiciar nada, siguiendo el estampado de la tela, quedando encima de la mesa pequeños retazos y recortes muy pequeños.

 -¡Demasiado estrecho, únicamente nos sirven para hacer chalecos para ratones!- Decía el sastre.

Un día muy frío, cuando faltaban muy pocos días para la Navidad, el sastre comenzó a confeccionar una chaqueta de pana de seda de color carmesí, bordada con pensamientos y rosas,  y un chaleco de satén color melocotón y cordoncillo de estambre verde para el alcalde de Gloucester.

El sastre trabajaba y trabajaba, hablando solo sin parar. Medía la seda y le daba vueltas y vueltas, mientras cortaba el patrón con sus tijeras. La mesa se iba llenando de retacitos color carmesí.

-¡No me da el ancho! ¡No da, no da! ¡Echarpes para ratones y cintas para gente menuda!- Decía el sastre.

Cuando los copos de nieve comenzaron a golpear los pequeños cristales emplomados de las ventanas y se hizo de noche, el sastre dio por terminada su jornada de trabajo. Sobre la mesa quedaron los trozos de seda y raso.

Había doce trozos para la chaqueta y cuatro para el chaleco. También estaban los bolsillos, los puños y los botones, todo bien colocado. Para el forro de la chaqueta había un delicado tafetán de color amarillo, y para los ojales del chaleco, había hilo de color carmesí. Y todo estaba listo para ser cosido a la mañana siguiente. Todo medido y ordenado, solamente faltaba una bobina de seda de color carmesí.

El sastre salió de su taller en la oscuridad, pues no dormía allí por las noches. Cerró la ventana y la puerta, y se llevó la llave. Por la noche solamente solían estar allí los ratoncitos pardos, ¡y ellos no necesitaban la llave para entrar y salir!

Detrás de los zócalos de madera de todas las casas antiguas en Gloucester hay escaleritas y puertecillas secretas para los ratones, y los roedores suelen ir de casa en casa a través de los largos y estrechos pasadizos. Pueden recorrer toda la ciudad sin tener que salir a la calle.

El sastre salió de su taller y se marchó a su casa arrastrando los pies en la nieve. Vivía muy cerca de allí, en la plazuela del College junto a la puerta de entrada al jardín. Y aunque la casa era pequeña, el sastre era tan pobre que solo tenía alquilada la cocina.

Vivía solo con su gato, de nombre Simplón.

Durante todo el día, mientras el sastre estaba en el taller, Simplón cuidaba de la casa. También era muy aficionado a los ratones, aunque no les daba tela para que se hiciesen gabanes.

– ¡Miau!- Dijo el gato cuando el sastre abrió la puerta. -¿Miau?

-¡Simplón, vamos a ser ricos! -contestó el sastre-.Toma esta moneda, que son los últimos cuatro peniques que nos quedan y coge un jarro. Compra un penique de pan, un penique de leche y un penique de salchichas. Simplón, con el último penique,cómprame un hilo de color carmesí. Pero, no pierdas el último de los cuatro peniques o estaré perdido porque ya NO TENGO MÁS HILO”.

-¡Miau!- Dijo de nuevo Simplón, y cogiendo la moneda y el jarro se perdió en la oscuridad de la noche.

El sastre estaba muy cansado y no se encontraba bien. Se sentó frente al fuego y comenzó a hablar solo, acerca de la maravillosa chaqueta.

-Me haré rico. Cortaré la seda. El alcalde de Gloucester se casa la mañana del día de Navidad y me ha encargado una chaqueta y un chaleco bordado forrado de tafetán amarillo- ¡ Y tafetán tenemos suficiente! -Los retazos de tela que quedan solo sirven para hacer echarpes para ratones-.

De repente, el sastre se calló al oír unos ruiditos que provenían del aparador que estaba al otro extremo de la cocina.

¡Tip tap, tap tip, tip tip tap!

-¿Qué puede ser?- dijo el sastre de Gloucester saltando de la silla. El aparador estaba lleno de loza, pucheros, cuencos, platos decorados, tazas de té y jarros.

El sastre cruzó la cocina y se quedó inmóvil junto al aparador, escuchando y mirando a través de sus gafas. Los extraños ruiditos salían de una taza de té.

¡ Tip tap, tap tip, tip tap Tip!

-Esto es muy peculiar-, Dijo el sastre, y  levantó la taza de té que estaba boca abajo.

De allí salió una pequeña ratoncita que le hizo una reverencia. Luego bajó de un salto del aparador y desapareció por detrás del zócalo

El sastre se sentó de nuevo junto a la lumbre, y murmuró para sí mientras se calentaba las manos.

-El chaleco está cortado en el raso de color melocotón con sus capullos de rosa bordados con hermoso hilo de seda. ¿Habré sido prudente confiando mis últimos cuatro peniques a Simplón? ¡Veintiún ojales de hilo de color carmesí-!

Pero, de repente, desde el aparador llegaron más ruiditos:

¡Tip tap, tap tip, tip tip tap!

-¡Esto que está pasando es muy extraño!- dijo el sastre de Gloucester, y levantó otra taza de té que estaba boca abajo.

De allí salió un pequeño ratoncito que saludó al sastre con otra reverencia.

Y entonces comenzó a oírse por todo el aparador un coro de pequeños golpecitos, todos sonando a la vez, haciéndose eco, como carcomas en una vieja ventana corroída.

¡ Tip tap, tap tip, tip tip tap!

Y de debajo de las tazas de té y de debajo de los cuencos y de los tazones salieron más y más ratoncitos que bajaban de un salto del aparador y se escondían tras el zócalo.

El sastre se acercó más al fuego y continuó lamentándose:

-¡Veintiún ojales de hilo de seda de color carmesí! Y debo tenerlos terminados  antes del mediodía del sábado, y hoy ya es martes por la noche. ¿He hecho bien en dejar escapar a esos ratones, que sin duda pertenecían a Simplón? ¡Ay! Estoy perdido, no me queda más hilo-.

Los ratoncitos volvieron a salir y escucharon al sastre. Se enteraron de cuál era el patrón de aquella maravillosa chaqueta. Cuchichearon entre ellos sobre el forro de tafetán y sobre los echarpes para ratones.

De pronto, todos empezaron a correr desapareciendo por el pasadizo que se encontraba detrás del zócalo, chillando y llamándose unos a otros mientras corrían de casa en casa.

Cuando Simplón volvió con el jarro de leche,  ya no quedaba ni un ratón en la cocina del sastre.

Simplón abrió la puerta y entró de un salto, maullando furioso:

-¡G-r-r-miaw!- Como un gato que está molesto, porque odiaba la nieve. Y tenía nieve en las orejas, en el cuello y en el lomo. Dejó el pan y las salchichas en el aparador y olisqueó.

¡Simplón! -Dijo el sastre- ¿Dónde está mi hilo?

Pero Simplón dejó la jarrita de leche en el aparador y miró receloso las tazas de té. ¡Quería un ratón bien rellenito!

¡Simplón! -Dijo el sastre- ¿Dónde está mi HILO?

Pero, Simplón escondió a hurtadillas un paquetito en la tetera y bufó y gruñó al sastre.

Si Simplón hubiera podido hablar, habría preguntado: -¿Dónde está mi RATÓN?-

-¡Ay, estoy perdido!- Dijo el sastre de Gloucester, y se fue a la cama con gran tristeza. Durante toda la larga noche, Simplón buscó y rebuscó por toda la cocina, abriendo los armarios y mirando tras el zócalo y en la tetera dónde había escondido el hilo, pero no encontró ningún ratón. Cada vez que el sastre hablaba en  sueños, Simplón decía:

-¡Miau -marramiau-ssch!-

Y hacía unos ruidos extraños y horribles, como hacen los gatos por la noche. El pobre sastre que estaba muy enfermo y tenía fiebre, no dejaba de dar vueltas en su cama con dosel. Y en sueños seguía murmurando:

 – ¡No me queda hilo, no me queda hilo!-

Estuvo enfermo todo ese día y el día siguiente, y el siguiente.

¿Y qué sucedió con la chaqueta color carmesí?  

En el taller del sastre en Westgate Street, la seda y el satén bordado esperaban sobre la mesa con veintiún ojales. Pero… ¿Quién los iba a coser si la ventana y la puerta estaban cerradas con llave?

Eso no era ningún obstáculo para los ratoncitos de color pardo, que entraban y salían sin llaves por todas las casas antiguas en Gloucester.

En las calles,  la gente iba al mercado caminando por la nieve para comprar sus gansos y pavos y se apresuraban para cocinar sus pasteles de Navidad. Pero no habría cena de Navidad para Simplón y el pobre sastre de Gloucester.

El sastre estuvo enfermo durante tres días y tres noches. Y llegó la víspera de Navidad. Era muy tarde y la luna se encaramaba por los tejados y las chimeneas, mirando desde lo alto  la entrada de la plaza del College. No había luces en las ventanas ni ruido en las casas. Toda la ciudad de Gloucester estaba profundamente dormida bajo un manto de nieve.

Simplón seguía buscando sus ratones y maullaba mientras permanecía junto a la cama con dosel.

Pero,  hay una historia muy antigua que dice que todos los animales pueden hablar desde la  Nochebuena hasta el día de Navidad por la mañana. Aunque hay muy poca gente que puede escucharlos o entiende lo que dicen.

Cuando en el reloj de la catedral dieron las doce, sonó como un eco respondiendo las campanadas.

Simplón lo oyó, salió de casa del sastre y caminó errante por la nieve.

Desde todos los tejados, aleros y viejas casas de madera en Gloucester, salieron un millar de alegres voces cantando antiguas rimas y villancicos de Navidad.

Canciones de toda la vida y alguna que no conocemos, como  la que habla de las campanas de Whittington.

Los primeros en cantar bien fuerte fueron los gallos:

– “¡Arriba, señora, levántate a preparar tus pasteles!”

-¡Vaya, vaya!- Suspiró Simplón.

En una buhardilla se veían luces y se escuchaba música de baile, y los gatos se iban acercando.

-¡”Tararí, Tararí, Tararí… Hey! ¡ El gato y el violín!

-¡Todos los gatos de Gloucester, excepto yo!- Dijo Simplón.

Bajo los aleros de madera, los estorninos y los gorriones cantaban canciones que hablaban de los pasteles de Navidad. Las grajillas se despertaron en la torre de la catedral, y aunque aún era de noche, rompieron a cantar los zorzales y los petirrojos. Llenaban el aire con alegres melodías.

¡Todo aquello era demasiado para el pobre y hambriento Simplón!

Estaba especialmente molesto con algunas vocecitas chillonas que salían de detrás de la celosía de madera. Creo que eran murciélagos porque sus vocecillas son muy agudas, sobre todo cuando cae una gran helada y hablan en su sueño, así como el sastre de Gloucester.

Su misteriosa canción decía algo así:

Buzzz, dice la mosca azul

hummm, dice la abeja,

Zumba que te zumba

En nuestras pobres orejas“.

Simplón se marchó, sacudiéndose las orejas como si tuviera una abeja dentro su sombrero.

Desde el taller del sastre en la calle Westgate salía una luz, y cuando Simplón se subió a la ventana para mirar, vio que estaba lleno de velas.

Había un vaivén de tijeras, y un trasiego de hilos, y vocecitas de ratones que cantaban alegres canciones:

“Venticuatro sastrecillos

de caza han salido hoy

y la presa que persiguen

es un pobre caracol.

El mejor de todos ellos

ni a tocarlo se atrevió.

Caracol sacó los cuernos

y tras ellos se lanzó.

¡Corre, corre, sastrecillo

que te coge el caracol!”

Y sin hacer la menor pausa las vocecitas continuaron cantando.

“¡Muele la harina de mi señora,

por el cedazo pásala ahora,

una castaña…

¡y que repose una hora!”.

-¡Miau! Miau!- Interrumpió Simplón mientras arañaba la puerta.

Pero la llave estaba debajo de la almohada del sastre y no podía entrar.

Los ratoncitos se rieron, y entonaron otra melodía:

Tres ratoncitos se pusieron a bordar,

pasó una gatita y los miraba sin cesar.

¿Qué hacéis, señores?

Una casaca para caballeros

¿Corto los hilos? No, Doña gata,

porque tus uñas

miedo nos dan”.

-¡Miau! Miau!- Gritó Simplón.

¿Tiriti tiritita?– Respondieron los ratoncitos.

“Tiriti tiritita, bello animal.

Los mercaderes de Londres van de

rojo tafetán;

Seda en el cuello,

y oro en el gabán

Contentos y ufanos los mercaderes van.

Golpean con sus dedales para marcar el compás, pero a Simplón no le gusta ninguna de las canciones. Olisqueó y maulló en la puerta de la tienda.

Y después compré

con una monedita,

un jarro y una jarrita

una copa y una copita,

y todo con una monedita.

-¡Miau! ¡Scratch! ¡Scratch!- Bufó Simplón en el alféizar de la ventana, mientras los ratoncitos en el interior se ponían de pie de un salto y comenzaban a gritar todos a la vez con sus voces cantarinas:

-¡No queda hilo!  !No queda hilo!-

  Y trancaron los postigos de la ventana dejando fuera a Simplón.

Pero a través de las rendijas de los postigos podía oír el ruido de los dedales y las vocecitas de los ratones cantando.

-¡No queda hilo! ¡No queda hilo!-

Simplón salió de la tienda y se fue a casa pensativo. Encontró al pobre sastre sin fiebre, durmiendo pacíficamente.

Fue de puntillas hacia el aparador y sacó el paquetito de hilo de seda que había escondido dentro de la tetera, y lo miró pensativo a la luz de la luna. Se sentía muy avergonzado de su maldad en comparación con aquellos ratoncitos tan buenos.

Cuando el sastre se despertó por la mañana, lo primero que vio sobre su vieja colcha hecha de retazos fue una madeja de hilo de seda de color carmesí, y al lado de su cama, al arrepentido Simplón.

-¡Ay, de mí!- Dijo el sastre de Gloucester. -Estoy agotado pero tengo el hilo-.

El sol brillaba sobre la nieve cuando se levantó. Se vistió y salió a la calle con Simplón corriendo delante de él.

Los estorninos silbaban en las chimeneas y los zorzales y los petirrojos cantaban, pero solo emitían sus ruiditos habituales, no las palabras que habían cantado durante toda la noche.

-¡Ay,de mí!- Dijo el sastre. -Tengo el hilo, pero las fuerzas y el tiempo solamente me alcanzan para hacer un ojal.

Hoy es la mañana de Navidad. El alcalde de Gloucester se casa al mediodía. ¿Y dónde está su casaca de color carmesí-?

Abrió la puerta de su taller en Westgate Street, y Simplón entró corriendo como un gato que espera algo.

¡Pero no había nadie! ¡Ni un solo ratoncito pardo!

El suelo estaba barrido,  los hilitos y los trozos de seda que no servían ya no estaban. No quedaba nada en el suelo.

El sastre dio un grito de alegría. Sobre la mesa, donde él había dejado trozos de seda, estaba la chaqueta y el chaleco de raso bordado más hermoso que un alcalde de Gloucester hubiera vestido jamás.

La chaqueta tenía rosas y pensamientos y el chaleco estaba bordado con amapolas y espigas.

Todo estaba terminado, excepto un ojal de color carmesí. Y donde faltaba este ojal, había prendido un trozo de papel con estas palabras escritas en letra muy pequeñita:

“No queda hilo”.

A partir de ese día cambió la suerte del sastre de Gloucester, el que recobró la salud y se hizo muy rico.

Hizo los más bonitos chalecos para todos los comerciantes ricos de Gloucester y  para todos los elegantes caballeros que vivían en la comarca.

Nunca se han visto tales volantes, puños y vueltas bordados como aquellos. Pero lo que más éxito tenía eran sus ojales.

Las puntadas de aquellos ojales eran tan, tan perfectas que me pregunto cómo podía hacerlas un anciano con gafas, dedos retorcidos y dedal de sastre.

Las puntadas de aquellos ojales eran diminutas, tan diminutas como si las hubiese hecho un ratoncito.

Fuente consultada para las ilustraciones auténticas de Beatrix Potter en: http://www.tate.org.uk/

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